jueves, 29 de octubre de 2009

ESCRITORAS EN LA EDAD MEDIA Y ELOISA




Si alguna mujer aprende tanto como para escribir sus pensamientos,
que lo haga y que no desprecie el honor sino más bien que lo exhiba,
en vez de exhibir ropas finas, collares o anillos... (Cristina de Pisan)

El papel de la mujer como literata ha sufrido una majestuosa transformación en los dos últimos siglos. A lo largo del siglo XX y en el XXI, asistimos a la entrada masiva de la mujer en el ámbito literario. Esto se debe a una serie de transformaciones de índole social, económica e ideológica como, por ejemplo, los adelantos tecnológicos, el aumento de la clase media, la reivindicación de las minorías, las revoluciones políticas y los movimientos feministas. Sin embargo, siglos atrás, la mujer lo ha tenido muy difícil para incursionar en el ámbito literario. Pero, pese a las restricciones impuestas por su condición genérica, ha habido mujeres que se han enfrentado a su época y han tomado su pluma en honor a la creación literaria.

Estas mujeres escritoras constituyen una excepción dentro de un mundo cultural adscrito a los varones. Y es que la escritura no se encontraba entre las tareas asignadas a éstas. La mujer ideal debía dedicarse a desempeñar las labores de esposa y de madre; o bien, dedicarse al mundo conventual. Su existencia no tenía, pues, valor en sí misma, sino que estaba subordinada al otro: el marido o Dios.

La sociedad educaba a la mujer para desempeñar papeles eminentemente pasivos: casamiento, gestación, parto, lactancia. En el matrimonio no tendía a buscar, sino a ser buscada. La fecundación, el parto y la lactancia, le venían dados.

La actividad femenina consistía en recibir y aceptar. Hechos estos muy distintos a la decisión personal de ponerse a escribir, escoger el tema, el género, decidir y elegir.

Otro asunto que debemos tener en cuenta es la imagen que ha ofrecido el hombre de la mujer en sus creaciones literarias, esto es, la imagen de la mujer como objeto.

La imaginería popular plasmó una figura de la mujer distorsionada, irreal y tendente a los extremos. Ésta aparece representada como un ángel o un diablo, como la madre de Dios o la tentadora y perdedora del hombre. Se trata de una valoración simplista, parcial, en la que entran en juego dos rasgos sumamente conflictivos, la maternidad y la sexualidad, de los que se derivan dos tipos de mujer: la prostituta y la madre. Por otra parte, hemos de tener presente un dato esencial que puede darnos la clave de esta visión tan simplificadora: La mayoría de los escritos plasman el punto de vista masculino. Y, detrás de muchos de los textos en los que se alza la voz de una mujer, encontramos un varón, que ha adoptado una personalidad ficticia. Con palabras de J. E. Ruiz Doménec, la mirada masculina recorre con cuidado los rasgos femeninos. Los clasifica. Piensa en ellos con intensidad. No pregunta, sin embargo. Ella permanece en silencio, a la espera de algo [1].

La conquista de la figura de la mujer como un ser original, único, no supeditado al hombre, a la procreación, tardará muchos siglos en llevarse a cabo con éxito. La aceptación de que no existe la mujer, sino las mujeres individuales; y de que no existe un modelo femenino sino multiplicidad de imágenes.

En este artículo, queremos recordar a algunas mujeres del pasado que tomaron su pluma y quisieron ser sujetos; que aportaron una imagen de la mujer más rica y compleja que la que habían plasmado ciertos colectivos: teólogos, filósofos, poetas, etc.

Como bien apuntó Cristina Segura Graíño [2], para un conocimiento más profundo de la figura femenina se nos impone acudir a los textos escritos por éstas, esto es, poesías, cartas, biografías. Aunque no debemos pasar por alto que a estas mujeres les resultaría muy difícil -por no decir imposible- eludir la presión de la mentalidad masculina y expresarse libremente. Por eso, únicamente podemos atisbar una reducida esfera de la verdadera esencia femenina.
En la Edad Media destacamos a Eloísa, autora de unas conmovedoras y apasionadas cartas a su amado Abelardo.

Abelardo fue un joven y famoso teólogo francés del siglo XII, profesor de la catedral de Notre Dame, en París. El canon de la catedral lo contrató para que diera clases privadas a su hermosa y culta sobrina Eloísa, quien a la edad de 17 años ya sabía teología, filosofía, griego, hebreo y latín.

Cometieron el error de enamorarse, a pesar de los planes del tío de Eloísa de casarla con un importante aristócrata. Se fugaron a las tierras de Abelardo en Bretaña, contrajeron matrimonio y tuvieron un hijo. Pero el tío de Eloísa no pudo perdonar a Abelardo, a quien acusaba de seducción, y contrató a unos matones que lo castraron.

Eloísa, joven aún, se quejaba ante el mundo y ante Dios. Consideraba abominable la terrible mutilación de su amado y le repetía que seguiría queriéndolo toda la vida.

Abelardo, finalmente, decidió meterse a monje, a pesar de las protestas de su amada. Y aunque a ella no le quedó más remedio que meterse a monja también, pasó el resto de su vida desesperadamente enamorada de Abelardo. Nunca dejó de amarlo. Tampoco perdonó jamás a su tío, ni a la iglesia, ni a Dios.

Abelardo más o menos se resignó. Llegó a afirmar que su tragedia era un merecido castigo divino: había pecado con Eloísa. A Eloísa, en cambio, le ocurrió lo contrario: cada día se sentía más rebelde contra el mundo y crecía más su angustia.

En sus cartas podemos vislumbrar no sólo el dolor que sentía por su trágica historia con Abelardo; sino el concepto que tenía sobre el amor y una visión sobre la mujer. Así, advertimos que estaba influenciada por la visión que tenían los hombres del género femenino. Se creía inferior a su amado. Esto explica que se maraville cuando éste le contesta una de sus cartas invirtiendo el orden natural:

Yo me admiro, mi bien amado, de que derogando en vuestra carta el uso ordinario y también el orden natural de las cosas, para la fórmula del saludo, vos, por deferencia, habéis puesto mi nombre antes del vuestro: una mujer antes que un hombre, una esposa antes de su marido, una sierva antes de su amo, una monja antes que un monje y sacerdote, una diaconisa antes que un abad [3].

Por otra parte, se sentía responsable de las desgracias que le habían acontecido a su esposo. Es más, siguiendo la estela de los autores más misóginos, afirmaba que el género femenino había sido el causante de muchas de las desgracias del hombre:

¡Era preciso que yo viniese al mundo para ser la causa de tan espantoso crimen! ¡Sexo fatal! ¡El será, pues, siempre la pérdida y el azote de los más grandes hombres! También el libro de los Proverbios nos enseña que debe guardarse de la mujer: “(...) su casa es el camino del infierno; ella conduce hasta las profundidades de la muerte”. El Eclesiástico dice también: “(..) he encontrado que la mujer es más amarga que la muerte; ella es la red del cazador: su corazón es una lanza y sus manos son cadenas. Aquel que es agradable á Dios, se salvará de ella; pero el pecador caerá en sus lazos". Desde un principio, la primera mujer ha seducido á su esposo y le hizo echar del paraíso… [4]

Asimismo, Eloísa, siguiendo a Aristóteles y a los pensadores de su tiempo, afirmaba que las mujeres eran más vacilantes que los hombres en la contención de sus deseos carnales:

Los mismos Concilios han decidido, en favor á nuestra debilidad, no ordenar de diáconas antes de los cuarenta años, y esto después de grandes pruebas, mientras que los hombres lo pueden ser á los veinte [5].

Y tenía la noción de que el género femenino era más débil que el masculino:

¿No es, pues, separarse de la prudencia y de la razón el no consultar las fuerzas de aquellos á quienes se les imponen cargas, y a forzar a la naturaleza en su constitución? (...) ¿Los mismos deberes a los enfermos que a los sanos? ¿A una mujer que a un hombre? ¿Al sexo débil como al fuerte?

Pese a que el concepto que Eloísa tenía de sí misma, en particular, y del sexo femenino, en general, estaba influenciado por la visión masculina; hallamos elementos desestabilizadores que no casan con el modelo de mujer impuesto por el hombre. Esto es lo verdaderamente interesante, lo esencial, para descubrir la auténtica esencia de la mujer, oculta, prisionera, esperando a ser hallada, liberada. Así, en abierta oposición a lo moralmente lícito, Eloísa confiesa que más que la esposa de su amado preferiría haber sido su amante su o su concubina:

Aunque el nombre de esposa sea juzgado más santo y más fuerte, otro hubiera sido siempre más duce a mi corazón: el de vuestra amante, y lo diré sin ofenderos, el de vuestra concubina [6].

Este deseo responde a la concepción del matrimonio, no como un vínculo que sellaba el amor, sino como un contrato promovido por intereses materiales. Frente a esta implacable realidad, la autora reivindica el amor verdadero:

Nunca, Dios lo sabe, he buscado en vos otra cosa que á vos mismo. Es á vos, á vos solo, no a vuestros bienes a quien yo amo [7].

Y, pese a la imagen que dan los hombres del género femenino como dominado por su sexo, esta mujer siente que su amor la hace trascender más allá de éste:

Vuestro amor me había elevado demasiado por encima de mi sexo [8].

3 comentarios:

Jose Ramon Santana Vazquez dijo...

... ...traigo
sangre
de
la
tarde
herida
en
la
mano
y
una
vela
de
mi
corazon
para
invitarte
y
darte
este
alma
que
viene
para
compartir
contigo
tu
bello
blog
con
un
ramillete
de
oro
y
claveles
dentro...


desde mis
HORAS ROTAS
Y AULA DE PAZ


TE SIGO TU BLOG




CON saludos de la luna al
reflejarse en el mar de la
poesia ...


AFECTUOSAMENTE
ALOSIA




jose
ramon...

Alosia dijo...

Bienvenido a mi blog Jose Ramon. Gracias por tus palabras. Aunque no dispongo de mucho tiempo, procurare visitar tambien en tu rincon.

Saludos.Alosia.

mar... dijo...

No deja de sorprenderme que quien da ánimos a la mujer para escribir sea otra mujer, de hecho si hubiese habído hombres que pensaran así, las mujeres no habrían tenido que usar seudónimos masculinos para poder desarrollar sus cualidades literárias.
No conocía la historia de Eloisa y Abelardo, me ha gustado sobre todo el que prefiriera ser su amante a su esposa por las connotaciones emocionales que ello conlleva
Un beso de Mar